Se sentaban una al lado de la otra, cerraban los ojos,
levantaban sus narices y olfateaban en el ambiente todos los aromas cercanos y los
lejanos.
La loba se acicalaba y lamía también la piel de su
compañera.
Andaban en silencio, excepto cuando se detenían a aullar. A
ella no le gustaba hablar y a la loba no le gustaba ladrar. Pero eran un
perfecto dueto cuando juntas aullaban.
Se entendían con miradas.
A veces, ella se ponía en cuatro patas, miraba fijo a la
loba y comenzaban el juego. Otras veces, la loba empujaba con su hocico a su
camarada para iniciar la juerga.
Por las noches, la loba se hacía un ovillo y ella se
recostaba sobre su pelaje, cálido como un abrigo. Sus tibios alientos se unían
en el aire mientras dormían.
Dicen que un amanecer salieron dos lobas de la cueva. Y de la humana ya no hubo rastro.
Natalia Sol Peralta

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