Revisé mis diarios y me di cuenta de que siempre es lo mismo: hacerme pequeña para no molestar, no hablar para no incomodar, escribir para no gritar. Lo curioso es que al común de las personas les da más miedo el silencio que un grito, prefieren perderse en una abundancia insignificante antes que habitar el vacío, en cualquier hueco sordo del tiempo la necesidad siempre es de hablar y casi nunca de callar.
De chiquita me enseñaron a no molestar y lo aprendí muy bien, era como una pequeña monjita zen que deambulaba taciturna por la casa. De algún modo sigo siendo aquella niña que sabe entretenerse sola. Lo paradójico es que, en un paralelismo con aquel aprendizaje, de adulta entendí que lo que perturba al otro es todo lo inverso, lo que molesta es la ausencia de ruido, el andar lento en una sociedad apurada, el detenimiento dentro del mandato activo, elegir la paz por sobre el bullicio, la soledad sobre el gentío, el no hacer sobre el hacer, ese acto contemplativo que me conduce a la poesía y que en realidad para mí es tanto.
Y así y todo a veces no sé qué hacer con un silencio que molesta. ¿Puede acaso hacerse uno más silencioso que el silencio? ¿Hasta qué punto puede reducirse una presencia? Pienso en un pantano quieto que alberga una criatura en sus profundidades, un manto verde musgo donde el sol resplandece pero en su hondura es hogar de un monstruo que nunca ve la luz. Apenas si pudo asomar una vez sus garras pero nadie quiso agarrarlas y su propio cuerpo como un ancla lo hundió cada vez más.
Tantas criaturas invisibles habitan el silencio de los solitarios, todas marchan detrás de ellos sin molestar a nadie, se hacen pequeñitas como pececitos de colores imperceptibles. Hay monstruos que no molestan, pero ¡ay, cuánto pesan sus invisibilidades!
Natalia Sol Peralta
Ph. Natalia Sol Peralta. Agua Negra, Jáchal. San Juan.
