
Recuerdo el primer día del escritor
que celebré. Tenía dieciocho o diecinueve años y estaba decidida a ir por
primera vez sola a un café a leer y escribir. Me daba algo de pudor, pero
quería animarme, mi espíritu bohemio me lo pedía. Era una tarde muy gris de
fines de otoño en la ciudad de Buenos Aires. Media hora antes de mi cita
pactada conmigo misma, se largó a llover torrencialmente. Miraba la calle por
la ventana de mi habitación, llovía cada vez con mayor intensidad. Aun así, me
abrigué, me puse el piloto impermeable con el morral colgado debajo para que no
se mojaran cuaderno y libro, y salí debajo de la lluvia. Caminé hasta el café
El Coleccionista, a unas cuadras de casa en el barrio de Caballito, y me senté
junto al ventanal. Debido a la fuerte tormenta, había mucha gente adentro. Me
sentí un poco inhibida y temí no poder concentrarme en mis asuntos. Hice mi
pedido usual de aquella época: un cortado en jarrito con dos medialunas de
manteca. Una vez que el mozo dejó en mi mesa lo que había ordenado y apoyé
sobre ella mi pareja literaria, todo cambió. Empecé a leer y las voces del
gentío se fueron tornando cada vez más lejanas. Concluida la lectura, abrí mi
cuaderno, apoyé la lapicera en la hoja y me hundí en ella. Sólo levantaba la
vista para ver el agua caer por la ventana, el parque Rivadavia y la avenida
bajo una cortina uniforme de lluvia. Y en mi cuaderno las palabras se
precipitaban de la misma forma. Permanecí allí alrededor de dos horas. Cuando
salí la tormenta había mermado. Esa tarde experimenté un trance literario tan
profundo, extasiada hasta el orgasmo lírico, que desde ese entonces cada día
del escritor lo celebro en un café con mis cuadernos y libros de turno.
Hoy tuve la hermosa suerte de poder
obsequiarme esta celebración, unos diecisiete años después de aquella
iniciación, en el café Tres Cumbres de la ciudad de San Juan. Aquí han
reinaugurado los cafés hace una semana. Desde el ventanal contemplo un día
soleado con un cielo impecable en el que se ve a plena luz del día la perfecta
silueta menguante de la luna. Tomo un sorbo de café, vuelvo la mirada al
cuaderno y mi suspiro sale condensado en tinta a través de las palabras.
Natalia Sol Peralta
La fotografía la tomé el invierno
pasado en el Café Cortázar, uno de mis bares porteños favoritos, situado en el
barrio de Palermo.