Me han dicho que les recuerdo a los sanjuaninos el
valor y la belleza de su tierra, con la mirada aporteñada y un tanto cansada de
quien dejó atrás una Buenos Aires gris, atiborrada de neones que intentan
pintarla con distintos matices, descubro que aquí no les falta nada. La
verdadera riqueza se encuentra en la naturaleza, sin duda alguna. Aquí no hay
muchos shoppings, ni galerías, ni cines, es verdad; mas cada tarde el sol nos
proyecta un espectáculo único antes de recostarse detrás de los cerros. Si habré
soñado con las serranías cuando antaño mi vista topaba con interminables
edificios en mis intentos de buscar el cielo crepuscular; mientras por estos
lares el firmamento utiliza todas las gamas de sus acuarelas antes de caer la
noche. Esa noche de silencio espectral, donde todos levantamos la cabeza de la
almohada como un niño ante cualquier ruido extraño, simplemente por eso mismo,
por la extrañeza de que algo pueda perturbar tan pacíficas madrugadas. Y cuando
el sol se despereza, hasta que se sacude la fiaca y se asoma, los contornos
ondulados de la ciudad se visten de azul.
Aquí no hay bocinazos ni gritos, ni embotellamientos ni
piquetes. Aquí hay un concierto matutino de aves a diario; la tranquilidad es
tal que se pueden escuchar sumarse a la orquesta el canto del viento y la
percusión de las arboledas golpeando sus ramas entre sí. Asoma nuevamente febo
y los cerros se difuminan bajo su luz; pero están siempre ahí, rodeándonos,
abrazándonos, porque estamos en una porción de Pacha que tiene largos brazos de
tierra que nos contienen. Sube el calor, porque San Juan es un poco así como el
amor, arde y quema. Así mismo su gente, cálida, amable, cordial. -Vas a notar
que el sanjuanino es un poco perezoso- me dijeron hace unos años, cuando llegué
a este rinconcito de Cuyo. -No- diría yo ahora -el sanjuanino tiene más bien un
ritmo apaciguado, como el crecer de la hierba, como el vapor que suave marcha a
formar la nube-.
A estas alturas, no sé qué sería de mí sin las siestas,
porque aquí hasta las hormigas dejan su labor para
descansar un rato. Después se reanuda la marcha con la energía de un caballo
galopando hacia el campo para arar con soltura.
Cae un nuevo atardecer con sus nuevas tonalidades,
porque nunca son los mismos si aprendemos a ver; así como en cada inicio de
jornada el concierto matutino es incomparable, si sabemos oír. La ciudad
porteña podrá entretener el cuerpo, ocupar más la mente, mas esta ciudad cuyana
alimenta el corazón, es un festín para el alma.
Natalia Peralta
Fotografía: Javier Páez Muro
Villa Tacú, San Juan
Villa Tacú, San Juan
